Cultura y valores
Partamos del supuesto de que el fundador de una empresa ha dedicado sus mejores años a construirla, sacrificando disfrutar de una buena vida por el bienestar de su familia y la consolidación de su compañía. En este caso, los hijos no estarán dispuestos a perderse las ventajas de pertenecer a un círculo social en expansión, unas ventajas muy diferentes a la precariedad con la que se formó su padre en esa misma etapa de la vida. Esto sucede porque la edad de formación de los hijos suele coincidir con la pendiente más acentuada del crecimiento de la empresa que ha fundado su padre, donde se puede disponer de un patrimonio que se amplía en poco tiempo.
Ahora bien, siempre que los hijos compartan el mismo sentido del sacrificio con sus predecesores, la transmisión de éste y otros valores puede arraigarse hasta tal punto en el seno familiar que la tercera generación empezará a ver normales los valores ancestrales de dos generaciones que han velado por su patrimonio con celo extremo.
Si el concepto de los valores fundamentales, incluido el de sacrificio, entre primera y segunda generación no se comparte, la idea que predomine en la gestión y disfrute del patrimonio puede ser radicalmente diferente de una generación a otra. En esto tienen mucho de culpa los fundadores, quienes pueden proyectar en sus hijos el deseo de gozar de la vida que ellos mismos se negaron, dándoles cancha para que se den las condiciones de despilfarro.
En este caso, la transmisión de valores a la tercera generación no reporta una forma efectiva de preservar lo que vaya quedando del patrimonio (suele ocurrir en la etapa de estancamiento de la empresa, donde la pendiente de crecimiento es igual a cero), por lo que el adagio “Padre fundador, hijo gastador, nieto mendigo” se cumple con toda exactitud.
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